Un día por la mañana, mi papá quiso afeitarse, pero no pudo levantar el brazo. No tenía fuerza en los músculos.

Ese fue el comienzo de una serie de exámenes y pruebas que no mostraban nada, pero sí costaron mucho dinero, mientras que mi papá se iba deteriorando poco a poco.

Unos meses antes de enfermarse, observamos un indicio de arrepentimiento en su vida: Un día, mientras veníamos  en el auto, de regreso de un paseo fuera de la ciudad, en un momento dado, conforme a su característica manera de ser, dijo en voz alta, más o menos lo siguiente: “...siempre es que en la vida uno hace hartas pendejadas y luego se arrepiente. Qué vaina, carajo ! ...”

Esa fue tal vez la única señal de arrepentimiento que vi en mi papá durante toda su vida.

Progresivamente se fue imposibilitando, hasta el punto de tener que depender de mi mamá, incluso en sus necesidades físicas. Perdió la fuerza de los músculos de todo el cuerpo, no podía ni siquiera ir al baño sólo y perdió incluso el movimiento intestinal.

Recuerdo con tristeza que durante su enfermedad, mi mamá tuvo que soportar terribles humillaciones que él le hacía mientras ella lo atendía pacientemente. En una oportunidad, debido al avanzado estado de la enfermedad, mi papá sufrió de un terrible estreñimiento. Mi mamá le estaba aplicando un enema y en un momento dado, se devolvió todo con fuerza, quedando mi mamá salpicada de excremento, mientras mi papá se reía.

También recuerdo que, mientras mi mamá estaba pendiente de él, lo atendía y lo acompañaba dentro de sus posibilidades, mi papá se quejaba de ella con sus hermanos y les decía que ella no lo atendía, que él se sentía como un perro abandonado, que no le ayudaba en nada, que a ella no le importaba su enfermedad. Por su parte, ellos criticaban y hablaban cosas terribles de mi mamá.

Más tarde tuvo que ingresar a una clínica y su estado de salud empeoró bastante. La doctora que lo atendió dijo,  después de numerosos exámenes, que no se sabía qué enfermedad tenía mi papá y que ya le quedaba poco tiempo.

Viéndolo en ese estado, mi mamá lo atendió con esmero, olvidando completamente todo el sufrimiento que él le había causado. Ella nos dijo varias veces: “Desde el mismo momento en que me enteré de la enfermedad de su papá, fue para mí como si hubieran pasado un borrador por mi mente. Se me olvidó todo lo que pasó entre nosotros hasta ese momento. Sentí un dolor profundo por él”. Eso, estamos seguros, no lo dicen muchas personas en situaciones semejantes a las que vivió mi mamá.

Me conmovió ver que ella, no solamente en ese momento, sino durante todo el tiempo de esta penosa enfermedad, e incluso con anterioridad a ella, olvidó completamente el sufrimiento que él le causó con sus infidelidades, con las humillaciones, postraciones,  ofensas, golpes, desplantes, amenazas, etc., y se consagró a atenderlo con diligencia, caridad, paciencia, abnegación y delicadeza.

Un día, él se sentía muy intranquilo en la cama del hospital. Comenzó su agonía, la cual fue terriblemente dolorosa, no solamente en cuanto al aspecto físico, sino en cuanto al aspecto espiritual.

Recuerdo que el día de su muerte, postrado en la cama de la clínica, en un momento dado se llenó de inquietud  y empezó a decir con angustia:  “Siento una fuerza maligna muy poderosa que quiere arrastrarme hacia abajo. Oren !”

Mi papá asistía a misa los domingos, pero solamente por costumbre. Nunca lo ví confesarse, ni comulgar. Mi mamá me dijo que él solamente se confesó y comulgó para la misa del matrimonio de ellos y nunca más.

Nosotros solamente atinamos a orar, especialmente mi mamá, a quien él había maltratado tanto durante toda su vida. Un sacerdote acudió diligentemente para asistirlo en sus últimos momentos y mi papá recibió voluntariamente los sacramentos de la Confesión y de la Comunión.

Aquel día, en la clínica, cuando mi papá sintió esa terrible inquietud el día de su muerte, mi mamá tomó la iniciativa de orar para interceder por él y pedir al Señor por la salvación de aquella alma, y también para perdonarlo (nuevamente) frente a todos nosotros.

Durante el transcurso de esa tarde, después de aquella angustia y de la visita del sacerdote, mi papá entró en una especie de adormecimiento inquieto, en el cual preguntó varias veces qué hora era, y cuando le decíamos, él contestaba: “todavía no es la hora”

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